viernes, 1 de octubre de 2010

AZTECA

Su origen se remonta a un lejano pasado de nómades tribus bárbaras que, descendiendo desde el norte de Mesoamérica, se fueron mezclando con grupos sedentarios más desarrollados. Así, por el siglo XI de nuestra era, se supone que irrumpieron en la ciudad de Tula, capital de los toltecas. Doscientos años después penetran al valle de México por el 1215. Son una banda díscola, depredadora y cruel, conducida por guerreros sacerdotes del culto a Huitzilopochtli, su dios tribal de la guerra y deidad solar. Poco a poco, influenciados por la cultura tolteca, adquieren costumbres urbanas, aún sin lugar de residencia al ser despreciados y perseguidos por agresivos y falsos. Finalmente, se asientan en la isla mayor del lago gigante Texcoco, ubicado en la meseta central de México, fundando Tenochtitlan hacia 1325. Construyen chinampas, o sea, parcelas de tierra puestas sobre balsas de juncos ancladas en derredor de la isla, y allí producen su primera agricultura.
En 1428, Montecozoma, quinto rey, establece una triple alianza con las ciudades de Texcoco y Tlacopan pero con el liderazgo de Tenochtitlan. Este pacto da alas al desmesurado y hasta ahora contenido afán de conquista de los aztecas. Así, coherentes con sus ambiciones e inteligentes cualidades militares dirigen en todas direcciones sus avances, someten vastas regiones y, en menos de un siglo, dominarán la mayor parte de Mesoamérica.
Ellos se consideraban el pueblo elegido por Huitzilopochtli y por lo tanto los "Guerreros del Sol". He aquí la razón de sus obsesivas guerras floridas y su agresivo proceder, donde el objetivo fue la conquista y la toma de prisioneros. Las batallas son ejecutadas como un culto que necesita continuos cautivos para sacrificar a sus dioses principales: Tláloc, dios de la Lluvia y Huitzilopochtli, el Águila Guerrera, el Sol. De esta manera, por medio de los corazones y la sangre ofrecida, los dioses podrán renovar sus fuerzas divinas para el mantenimiento de la humanidad.

La monumentalidad trágica La escultura
Desde los olmecas no se había tallado en Mesoamérica una obra escultórica de semejante magnitud plástica. La escultura azteca es ejemplo de compleja configuración mítica, numerosas morfologías y hondo dramatismo.
Alrededor de 1450 d.C. los mexicas comenzaron una formidable eclosión de la estatuaria. Se presenta dogmática y simbólica, naturalista y trágica, de Modo Estético Monumental o Intimista; de Estilos Abstracto: Figurativo o Figurativo: Naturalista, por momentos Barroco y casi siempre Expresionista.
Descendientes de la tradición escultórica tolteca, poseedores del fervor por tallar la sagrada piedra, --similares a olmecas, tiwanakotas o incas-- los mexicas impusieron su vocación plasmando una de las más vastas iconografías amerindias. Su resultado plástico es de poderosa petricidad, plasmando esculturas de varios tipos: dioses, altares, personajes, animales, cajas ceremoniales, etc. Tales obras, yerguen su imponencia expresiva en la cumbre artística de todos los tiempos.
Escultura y poesía escrita fueron su mayor huella espiritual. Éstas, se potencian por ser causalidades metafísicas de profundidad mística y vocacional, poniendo de manifiesto por medio de simbólicas ideografías preocupaciones cósmicas, mítico-religiosas, existenciales e históricas. En efecto, escultura y poesía ambulan por honduras psicológicas donde, una dialéctica dogmática gira vertiginosa alrededor del fundamento existencial que encierra el ritual sacrificial: "la muerte del hombre, su corazón y su sangre, para alimento de los dioses”. Estas manifestaciones, son ejemplos de una personalidad exuberante y alucinada; de la obsesión por los sacrificios humanos, de la angustia por lo efímero de la vida y la dolorosa culpa por no asumir su impotencia de lograr perennizarla, todos efectos del conflicto entre su enorme soberbia y una concepción trágica de la vida.
Expresaron, como pocos en la historia del arte, una plástica de concepción y diseño configurado, comunicante e ideal. La obra evidencia la intención de perennidad con su estabilidad cósmica, cual discurso eternal trasgresor del tiempo y su duración, siendo fácticamente así desde una aptitud bipolar: monumental e intimista. Esta dualidad, con apariencia contradictoria desde lo estético, propia de su idiosincrasia, revela a través de las obras una doble personalidad, de persistente prepotencia y despotismo pero también de superior poética y sensibilidad.

Coatlicue
Pocas veces, en los siglos del crear humano, el hombre fusionó en un diseño morfoespacial tridimensional un arquetipo como Coatlicue. Lo metafísico y lo trágico, expresado en dimensiones ciclópeas, en monumentalidad mística y existencial. Lo poético hermanado con un trascendental y ominoso esoterismo: la esperanzada vida y la definitiva muerte. Porque esto es Coatlicue, una estupenda, una imponente paradoja: la diosa de la Tierra, de la Vida y de la Muerte. He aquí la Monumentalidad Trágica, impar concepción azteca.
Se levanta el monolito ante el desafío de la Vida y de la Muerte, con una presencia estructurada sobre profundos valores religiosos. En ella se sintetizan, con profuso formalismo metonímico elementos figurativos corporizando un ser abstracto, una epopeya mística de siniestra morfología cual bestial paradigma del espanto, como sustancia óntica: un ente metafísico hecho plástica.
Esta escultura voltea la razón y aliena los sentidos pues nunca finaliza su aprehender. Se impone la presencia del Misterio: ese Misterio fundamental, similar a la expansión del universo. Cuatlicue, con su armónica estructura áurea es monstruo sagrado atemporal, hierático; nos golpea implacable aquel misterio cósmico, observando imperturbable desde sus míticas entrañas, nuestro desasosegado estupor.

Aquel complejo y supersticioso grupo humano que fueron los mexicas, aunó en una simbiosis permanente religión, política y plástica como un todo imprescindible para la conservación de su mundo. Con primacía, su escultura constituyó un pétreo discurso mitológico contenedor metafórico de su poder imperial visualizado. Por eso su trabajo con la piedra, genial metamorfosis de ideología, mística, política y estética, convive con iracunda violencia,
la neurosis de su pesimismo y su ansiada utopía eternal.
Fueron obras enclavadas en México, cual dioses capitanes perpetuamente soberbios. Así, con estos desaforados términos, con ese lenguaje proyectado hacia la desmesura, con esa plástica explosiva, vemos sucederse sus esculturas sin par. Con ellas, al igual que los incas, colocaron en el mundo su contundente poiesis transmutada: el misterio del cosmos tallado en piedra para eterna presencia de lo sublime.

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